Cuando descubrimos que ese mundo encorsetado que construimos a partir de los usos del lenguaje y de la interacción social es producto de nuestra mente, que la realidad no tiene por qué ser tan agobiante, nos sentimos súbitamente contentos, liberados de la presión de tener que ajustar nuestro pensamiento a cada una de sus evoluciones. Cuando el mundo cede ante nuestra individualidad y se desvanece la tensión del ajuste a los usos, costumbres y normas, nos distendemos moralmente con el humor y la risa.
En el momento que reímos dejamos de identificarnos con ese embrollo de pensamientos y acertamos a entender que somos nosotros mismos y nuestras circunstancias quienes, al fin y al cabo, los creamos, que no son naturales y que las personas de nuestro entorno, más allá de lo que aparentan, son volubles y vulnerables como nosotros, tienen una vida interior sensible y variable como la nuestra y se deben de encontrar sometidos a las mismas tensiones y problemas que nosotros. En ese momento se abre, como un regalo, una efusiva complicidad con los demás y el mundo se vuelve un lugar mucho más agradable y cómodo. El mundo de nuestras sensaciones, sentimientos e impulsos personales, que creíamos privados e intransferibles, se abre sitio en el mundo de los otros. En ese momento dejamos de ver como una amenaza a los demás y traspasamos los límites que nos retenían, que no nos permitían ser totalmente nosotros mismos en nuestra relación con ellos. Por un tiempo al menos, disfrutamos de la convicción de que el mundo social no sigue unos derroteros ajenos a nuestro mundo personal, que las reglas que lo rigen no nos resultan extrañas y que podemos comportarnos de una manera mucho más relajada. Percibimos lo ridículo de nuestras preocupaciones viendo lo ridículo del comportamiento de los demás, viéndolos a ellos sometidos a lo mismo que nos somete a nosotros, y lo que reprimíamos en nuestra relación con ellos se libera con la risa.
Se trata, como el sueño, de una dimensión de la conciencia relacionada con el ajuste a la realidad, de que habla Bergson, de una disminución de la tensión de haber de tomar las decisiones correctas en todo momento. Pero en este caso no disminuye la tensión por una reducción de la urgencia con la que debemos responder, o porque pongamos simplemente a un lado las preocupaciones y nos desentendamos de actuar, sino que estas preocupaciones desaparecen de golpe porque, sencillamente, nos damos cuenta, de golpe, de que no tienen razón de ser. No es que nos desinteresemos de la realidad y entremos en una ensoñación de la razón, o directamente en un estado de sueño, sino que lo que sucede es que desaparece súbitamente la tensión social porque se nos abre un mundo menos reglado, mucho más personal y accesible que nos ofrece posibilidades de acción en las que nosotros tenemos el control. Es un momento de triunfo del 'yo' sobre el 'ello'. Con la risa experimentamos una repentina simpatía con lo rompedor, con
lo que se sale de la norma establecida o convenida, con lo cómico, incluso con lo
ridículo, que nos permite huir, no con rabia sino con desahogo, de ese entorno pesado que entre todos, aún sin pretenderlo, muchas veces creamos.
Dura el momento que la
atención se fija en el ahora, en nuestra biología que reacciona de un modo no premeditado
a la situación presente: nos sumergimos en esas sensaciones sabiendo a los demás como nosotros.
Reaccionamos de un modo visceral. El éxtasis de la
carcajada es pura complicidad descontrolada, animal, como las gallinas
del gallinero que reaccionan al mínimo cacareo de sus semejantes. La
risa misma, en una situación de grupo, se vuelve risible, mecánica, contagiosa, un resorte que se alimenta a sí mismo.
Bergson,
H. (1899). La risa. Alianza, Madrid, 2008.
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