Orfeo: el éter y el alma


La mayoría de los estudiosos del pensamiento helénico coinciden en señalar el importantísimo influjo que tuvo Orfeo en el pensamiento de la era griega clásica. Es manifiesto que la literatura, la filosofía y sobre todo la religión griegas están compenetradas de un espíritu distintivo asociado de alguna manera con Orfeo. Orfeo es mucho más que un mago o un encantador de serpientes. Es mitad hombre mitad dios. Es un humano que conoce y posee el poder 'sobrenatural' de someter la voluntad de todas las criaturas por medio de la 'música'.
Los griegos de la época, como afirma Guthrie, entendían de manera muy diferente a la nuestra la naturaleza de la música y su relación con el universo en general y con la mente humana en particular. Para ellos la mente (la voluntad, las pasiones, el pensamiento) mantenía una conexión íntima y divina con la música. La música tenía, no sólo para los órficos sino también para los que se pueden considerar sus continuadores, los pitagóricos, un significado mucho más amplio del que tiene para nosotros en la actualidad.
A partir de Píndaro, en la tradición escrita se narra la participación de Orfeo en la expedición de los argonautas y se relata el poder sobrenatural de la música que él interpretaba. Los usos que se describen de este poder del canto y del tañido de la lira de Orfeo son muchos y diversos: ayudar a resolver una querella haciendo que los participantes olviden su ira, hacer que la nave Argo se deslice desde tierra hasta el mar por sí sola, calmar el mar tempestuoso, anular el poder de hechizo de las sirenas, hacer caer en un sueño profundo al dragón que guardaba el vellocino de oro...
El poder de Orfeo es esencial y sutil. El etéreo sonido de su lira tiene la capacidad de reblandecer los corazones de los guerreros más exaltados y de retornar sus pensamientos a la paz, y de subyugar los animales más feroces. La música de Orfeo actúa de un modo desconocido sobre el pensamiento y las pasiones, sobre las potencias tanto superiores como inferiores del alma. Calístenes dijo literalmente de Orfeo que 'por su canto se ganó a los griegos, cambió el corazón de los bárbaros y dominó las bestias salvajes'. Su poder tenía naturaleza de divinidad y en todos los asuntos relacionados con los dioses era él quien intervenía y dirigía a sus compañeros heroicos, quienes confiaban ciegamente en él. Él poseía los secretos del Hades; había descendido al mundo de los muertos a rescatar a su esposa. El sonido de su lira, en el reino de los muertos, había ablandado todas las sombras y espíritus, incluso las Euménides y el Cerbero, y había detenido la rueda de Ixión para conducir a Eurídice nuevamente de regreso al 'aire superior', como señala Guthrie. Era conocedor del poder de los dioses y de los secretos del alma, y estaba capacitado, por tanto, para establecer los preceptos de cómo regirse en esta vida y guiar a sus compañeros y seguidores.

Guthrie, en un minucioso análisis, recoge de los textos de las rapsodias griegas la que considera que es la teogonía órfica. Según ésta, el principio de todo es el tiempo (crono). Cualquier otro principio anterior se entiende que se debe desestimar, porque el tiempo es 'lo primero que contiene algo de lo cual se puede hablar y es conmensurado al oído humano'. Lo primero inteligible es el tiempo.
De él nacieron el éter (el aire), el caos (el abismo) y el érebo (las tinieblas). Dice la teogonía que el tiempo formó un 'huevo' en el aire y que del huevo surgió Fanes, el primer dios nacido. Fanes es el dios creador de todo, el origen del mundo conocido. Fue el progenitor de los otros dioses, de los cuales fue el primer rey. Creó la Tierra, el Sol y la Luna, y también los primeros seres humanos, pero de una raza que se extinguió. Sus hijos Gea (tierra) y Urano (cielo) concibieron los titanes. 
En la teogonía órfica existen seis generaciones de dioses que se suceden en el gobierno del universo. El último dios de la dinastía es Dioniso, la más importante deidad órfica, quien había de gobernar el mundo para toda la eternidad. Dioniso, siendo todavía un niño, fue muerto y devorado por los titanes, los seres que habitaban la tierra. Lleno de cólera, Zeus, el padre de Dioniso, fulminó inmediatamente a los titanes con un rayo, y de los restos humeantes surgió una raza nueva: nosotros, los hombres actuales. Desde el mismo inicio de nuestro origen la naturaleza humana es dual. Procedemos de los restos de los titanes, los desalmados hijos de Gea, pero también de los restos del celestial y malogrado Dioniso, el cual nos aporta el alma y vive un poco en cada uno de nosotros.
El corazón de Dioniso quedó indemne de la atrocidad y Zeus a partir de él revivió a su hijo, según el mito. Dioniso deviene así el último dios, el dios resucitado e inmortal, el que tiene el poder sobre el mundo desde entonces. Es el dios que gobierna los seres humanos, con los que guarda un parentesco y una afinidad naturales. En cada humano habita, según los órficos, una fracción de este ser celestial.

Los dioses de la religión órfica son celestes o celestiales, literalmente. Y por 'celestes' o 'celestiales', si queremos ser precisos, debemos entender 'lo que hay en el cielo', esto es: el aire o éter. Los dioses de la teogonía, los sucesivos creadores y regentes del mundo, son de naturaleza aérea o etérea. Hemos visto además, según la cosmogonía,  que el principio de todo es el tiempo, del que se originó el éter. Fue precisamente en el éter que el tiempo (crono) fructificó y dio el huevo cósmico, hecho de aire, del cual nacería el primer dios, origen del mundo. El principio esencial del proceso creador y rector de todo (los propios dioses, el universo y los hombres) está constituido por una combinación de tiempo (crono) y aire (éter). El huevo cósmico tiene su identidad en la conjunción de tiempo y aire, esto es, en lo que podríamos llamar 'la dinámica temporal del aire' o 'el fluir del aire en el tiempo'.
La naturaleza de los hombres consiste en la combinación, por una parte, de los restos humeantes de los titanes (simple materia inerte) y, por otro lado, de la naturaleza celestial de Dioniso (aire divino). Así, los seres humanos somos literalmente carne y aire, carne animada por el fluir temporal del aire, el cual es el principio creador de toda la naturaleza.
No es casual que Aristófanes dijera del huevo cósmico que era 'llevado por el viento' o que estaba 'lleno de viento' (anemiaîon). La idea de fondo, como señala Guthrie, es que el alma o principio vital es ella misma aire o una sustancia análoga que es conducida por los vientos e introducida en el cuerpo por la respiración. El aire es vida y es el alma.
La palabra latina 'anima' significa, además de alma, aire y lo mismo sucede con la palabra griega 'psique'. Resulta fascinante seguir el rastro de estos conceptos en la literatura, que se remontan muy lejos en el tiempo. Rohde habla de los Tritopátores áticos, que eran espíritus de la naturaleza de los vientos, y que encontraron un lugar en un poema órfico como 'porteros y guardianes de los vientos'. Pero, independientemente del origen de estas ideas, es un hecho que quedaron fijadas como parte de las doctrinas órficas, y como tales las cita Aristóteles. Más concretamente, adscribe Aristóteles a los 'poemas llamados órficos' que el alma 'viene a nosotros desde el espacio cuando respiramos, llevada por los vientos' (De anima). La misma teoría es atribuida por Cicerón a los pitagóricos, los cuales hicieron suyo el pensamiento órfico en buena medida.
En la tradición neoplatónica, del huevo órfico surgió Eros, no Fanes. No entraremos a debatir si este dios es el mismo Fanes de las antiguas rapsodias. Sólo hacer notar que a Eros, como a Fanes, se le representa con alas. Y en la cosmogonía neoplatónica se representa a Caos también con alas. Estas representaciones aladas de los dioses originarios vienen a confirmar la naturaleza aérea de éstos y del medio por el que se movían y actuaban. Dioses alados que provienen del huevo cósmico, el principio creador de todo, concebido como aire.
En los himnos órficos, ya en un estadio tardío de la literatura órfica, estas ideas aparecen recogidas de manera más o menos explícita. El himno 81 de la recopilación de Porfirio, dirigido al Céfiro, implora:

Hálitos del Céfiro que todo lo engendráis y vais por el aire, de dulce soplo, susurrantes, que poseéis la calma de la muerte. Primaverales, que os movéis por la pradera, deseados por los fondeaderos, porque cómodo puerto y ligera brisa aportáis a las naves. Venid, por favor, propicios, soplando sin reparo, por el aire, invisibles, muy ligeros y en aéreas apariencias.

Los hálitos del Céfiro van por el aire y tienen la apariencia de tal, son invisibles y muy ligeros. O son directamente una forma de brisa que sopla de manera dulce y tranquila. El poder de estos hálitos, pero, en todo caso es profundo: 'todo lo engendran' y, al mismo tiempo, poseen 'la calma de la muerte'. Pueden ser benefactores y propicios, como se invoca en el texto, o malefactores; pueden engendrar la vida o traer la muerte. Estas formas de aire tienen, en definitiva, un efecto muy poderoso: entregan o quitan el 'anima'.
En el himno 14 Porfirio se dirige a Rea, hija del cielo (Urano), en términos de 'aeromorfa' y dice de ella que es madre de los dioses y de los humanos mortales, y que de ella deriva la tierra, el espacioso cielo, el mar y las corrientes de aire.
En el himno 16 Porfirio exalta a otra diosa, a Hera, esposa de Zeus, de la siguiente manera:

Alojándote en azulados vacíos, aeromorfa, augusta Hera, feliz esposa de Zeus, ofreces a los humanos auras propicias que nutren sus almas. Madre de la lluvia, alentadora de vientos, engendradora de todo, porque, sin ti, nada alcanza del todo la carta de naturaleza de su existencia, ya que en todo participas, mezclada en prodigiosa atmósfera. Pues tú sola lo dominas y gobiernas todo, moviéndote en corrientes que producen estruendo por los aires. Ea, pues, bienaventurada, gloriosa y augusta diosa, ven, te lo ruego, propicia, reflejando alegría en tu rostro bello.

Hera tiene la forma del aire ('aeromorfa') como Rea, y como el Céfiro nutre las almas de los humanos con una brisa (aura) propicia. Es la engendradora de todo porque participa en todo y lo abastece todo, al estar integrada en la atmósfera prodigiosa, o ser ella misma la propia atmósfera. Se expresa claramente que estos movimientos del aire circundante, estas auras, tienen naturaleza espiritual y divina porque nutren el alma de los hombres. De este modo se anuncia la naturaleza aérea, dionisíaca, del alma de los hombres y la forzosa sensibilidad al etéreo elemento.
En el himno 5 Porfirio suplica no ya a un dios, sino directamente al éter:

Tú, que posees el poder soberano y para siempre indestructible de Zeus, y una porción de los astros sol y luna. Domador de todo, que exhalas fuego, incentivo para todos los seres vivos, éter excelso, nobilísimo elemento del universo, germen brillante, portador de luz, de estrellado resplandor. A ti te invoco y suplico que estés afable y sereno.

El éter es el elemento excelso que tiene el poder soberano sobre el universo completo, por el cual actúan los dioses. Domador de todo, amansa la totalidad de los seres, controla sus instintos y sus pasiones. Germen e incentivo de todos los seres vivos, se le invoca y se le suplica que esté afable y sereno, para poder estar nosotros los humanos asimismo afables y serenos. Éste es el poder que se le atribuye sobre nuestra alma.
Orfeo mismo conocía el poder del éter sobre el alma de todas las criaturas. Sabía que el aire, la brisa, el aura o la atmósfera, invisible y que todo lo abarca, 'toca' el alma o, aún más, propiamente la conforma. Orfeo tenía este conocimiento y, además, sabía cómo utilizar su poder. Veamos un fragmento de las Argonáuticas Órficas de Porfirio, aquel en el que Orfeo somete al dragón:

...El dragón, arrastrándose en sus enormes repliegues, se puso a dar vueltas, levantando su cabeza y su espantosa mandíbula, y emitió un silbido funesto y el inmenso firmamento retumbó. Resonaron con estruendo los árboles, sacudidos enteramente de raíz por doquier; el bosque resonó silbos y alaridos. Por otra parte, el temor hizo presa en mí y en mis compañeros. Sola, aparte, Medea mantenía un corazón indomable en su pecho, porque con sus manos había recogido trozos de raíces tóxicas. Yo, entonces, por mi parte, le saqué un sonido divino a mi lira y de la última cuerda obtuve un timbre grave, emitiendo de mis labios, quedamente, un cántico imperceptible. Loé al Sueño, soberano de los dioses y de todos los hombres, para que viniera y calmara el alma del violento dragón. Rápidamente me obedeció y se encaminó a la tierra de Cita. Y, adormeciendo las tribus de los hombres que se afanan durante todo el día, las violentas corrientes de los vientos, las olas del mar, las fuentes de aguas perennes, las corrientes de los ríos, las fieras y aves que viven y reptan, se alejó al impulso de sus áureas alas, dejándolos sumidos en el sopor. Llegó al florido territorio de los duros colcos. El Sueño atrapó rápidamente los ojos del monstruoso dragón, y lo dejó como muerto. El largo cuello de su garganta dejó caer, sintiendo pesada la cabeza por las escamas...

Los sonidos que salen de la lira y los labios de Orfeo no son música propiamente. Orfeo sacó, se cuenta en este episodio, un sonido de su lira, sólo uno, un timbre grave, de la última cuerda. Y emitió, a la vez, un cántico imperceptible de sus labios. No hay aquí música tal como la entendemos nosotros, como una melodía... Sólo un sonido grave de la lira más otros 'sonidos' vocales en realidad no perceptibles al oído. Su 'música' no es tal, ni él es un músico virtuoso que encante a los oyentes con magníficas interpretaciones. El poder 'divino' de los sonidos que emite es mucho más esencial. Es el poder que proviene de hacer vibrar el aire, de provocar una 'aura', un flujo del aire, igual que hacen los dioses. El sonido grave de la lira, en este caso, tiene la capacidad de provocar el sueño (o 'invocar al dios del Sueño', expresado en términos de pensamiento mitológico). Notemos, además, que el dios del Sueño, como todos los dioses de las Argonáuticas, lleva alas y se mueve al impulso de éstas, se mueve por el aire, como por el aire se mueve la música de Orfeo.
Por otra parte, de los labios de Orfeo no sale un hechizo que actúe exclusivamente sobre el ser al que va dirigido, el dragón, como sería de esperar en una acción de 'magia'. Por el contrario, se moviliza un poder inespecífico, universal, que actúa sobre todas las criaturas. La vibración o flujo en la atmósfera que provoca Orfeo con su sonido, afecta a todo lo que la atmósfera toca: las aves, las fieras, el dragón, los hombres mismos... Los deja a todos, sin excepción, sumidos en el sopor.
El sonido de Orfeo actúa, también, en las corrientes de los vientos y en las olas del mar, las 'adormece', debilita o anula. Es obvio que se refiere al viento, a sus movimientos en corrientes y a su efecto en el mar. Igualmente actúa el sonido etéreo, se nos dice, sobre las corrientes de los ríos y las fuentes de aguas perennes, los debilita, podríamos intuir, por algún cambio en la presión atmosférica, aunque no explica nada más concreto.

El fragmento 228 de la versión de Kern de la antigua Teogonía Rapsódica confirma sucintamente lo expuesto aquí por nosotros. En este fragmento, recogido de una cita de Vetio Valente, aparecen expresadas con la máxima concisión cuatro ideas absolutamente centrales del orfismo:

- El alma del hombre se origina del éter.
- Al inspirar el aire acumulamos en nosotros alma divina.
- El alma es inmortal y sin vejez, y procede de Zeus.
- El alma de todos es inmortal, pero los cuerpos son mortales.

El alma, tanto en la idea de lo que 'da vida' como en lo referido a la actividad mental y la conciencia, es algo que hay en el aire o es el mismo aire, y actúa sobre nuestro cuerpo mortal, pero no forma parte ni depende de él, sino que es universal (se extiende por todo, lo toca todo) y eterno (no perece con el cuerpo pues es pura materia y la materia no muere).
Para ser correctos tendríamos que decir, como en el fragmento citado, no que el alma 'es' el aire, sino que el alma se origina del aire. Esto es: el alma es la expresión del fenómeno biológico y psicológico de la acción del aire sobre nuestro cuerpo. Nuestra vida mental y consciente está en función del flujo y de las variaciones atmosféricas del aire que actuarían sobre nosotros. Por lo tanto, nuestra alma no es 'nuestra' del todo, sino que su origen es común a todos los hombres y a todas las criaturas (el aire nos llega y nos toca a todos por igual) y es inmortal y 'sin vejez', existe desde el principio de los tiempos, a diferencia de nuestros cuerpos temporales.
Si admitimos que el aire, infinito e inmortal, se proyecta de este modo en el alma humana, las manifestaciones recurrentes que encontramos en el orfismo y en otras tradiciones filosóficas y religiosas posteriores, en el sentido de que el aire o el éter son 'divinos', o de que nuestra alma es inmortal y proviene de un 'espíritu' universal e infinito, se vuelven perfectamente comprensibles en el plano del monismo materialista.

Estas ideas elementales de la teogonía órfica conforman, en sí mismas, toda una concepción, muy profunda, del mundo, el alma y la vida. Pero la idea de la inmortalidad del alma, además, estimula con facilidad las esperanzas personales relacionadas con la existencia de una vida póstuma y derivó en el establecimiento de una dogmática y de una escatología religiosas. Orfeo se convirtió en el guía espiritual de los hombres en este mundo terrenal, quien daba las pautas del comportamiento a seguir para alcanzar la salvación del alma más allá del cuerpo mortal. Según el pensamiento órfico, los principios de salvación están en cada uno de nosotros, porque todos tenemos en nuestra naturaleza un elemento de divinidad, de Dioniso, desde el origen de la humanidad. No tenemos de antemano la seguridad de un futuro bienaventurado. Por una vida equivocada, de 'pecado', el elemento divino (el alma o intelecto) puede debilitarse y aflorar en nosotros la nuestra naturaleza titánica (Platón, Leyes 701 c). El creyente debe llevar una vida órfica que aspira a la exaltación y purificación de su naturaleza dionisíaca (mental) para superar su otra naturaleza terrenal (corporal). Así podemos llegar a ser en acto lo que somos potencialmente: dioses, no simples mortales.

El órfico era un asceta, creía que la fuente del mal radica en el cuerpo, que distorsiona con sus apetitos y pasiones la expresión del intelecto puro. El cuerpo debe ser dominado. Este precepto se basa en la creencia de que la vida terrena es un castigo para el alma, castigo que consiste precisamente en la propia sujeción y limitación del alma a un cuerpo. El cuerpo es una especie de cárcel del alma, una tumba. Platón dice en el Cratilo (400 c): Algunos dicen que el cuerpo es la tumba ('sema') del alma, como si, en su presente existencia, estuviera enterrada, y además porque por medio de él el alma da seña ('sema') de lo que quiere expresar. En mi opinión, a los seguidores de Orfeo principalmente debe atribuirse el haberle dado este nombre (se refiere a 'soma', que tendría una conexión etimológica con 'sema'), pues sostienen que el alma sufre castigo por una u otra razón, y tiene esa cáscara alrededor, como una prisión para impedirle que escape.

Esta doctrina de los órficos ejerció sobre Platón una fascinación tremenda, sostiene Guthrie (p 215). Todo el Fedón, además de contener una buena parte de la terminología órfica, está compenetrado del dualismo de los órficos, que separa cuerpo y alma tan limpiamente aún siendo ambos materia, y hace del cuerpo un mero impedimento, el origen del mal, del que el alma ha de distanciarse en lo posible para mantenerse más o menos pura. Añade Guthrie que se puede señalar a los órficos como uno de los influjos que concurrieron a formar la parte más característica del platonismo: la rígida separación entre el mundo inferior de los sentidos (el cuerpo) y el mundo celestial de las ideas (el intelecto).
Según la interpretación de Platón, la naturaleza de los hombres es compuesta. Esto es consecuencia del pecado, no individual sino del 'pecado original' del cual toda la humanidad es heredera. Este hecho significa que cada individuo tiene una parte propensa al pecado, propio de la naturaleza titánica, y una parte que, siendo de origen divino, lucha contra esa naturaleza titánica para decantarse de ella. Depende de cada uno, de su inteligencia, el que predomine la naturaleza divina o la titánica en su existencia, y el que la vida sea buena o mala.
Al morir, nuestra alma va al Hades, donde unos jueces examinan nuestras vidas y consignan a nuestra alma una nueva vida acorde a nuestros méritos. Una vez determinada la nueva vida en la tierra, se hace beber agua del Leteo a las almas destinadas a reencarnarse para olvidar sus vidas anteriores. Así sólo nos queda un sentimiento vago y difuso de las verdades aprendidas en otras existencias. Hecho esto, el alma reingresa en un cuerpo mortal y nace otra vez. El círculo se completa una vez más. El alma vuelve a estar prisionera en un cuerpo, en una cáscara corporal que retiene su naturaleza celeste. Y así, sucesivamente, por muchos años, miles, o hasta haber vivido de forma consecutiva tres vidas puras y santas, como cree Platón y lo señala en el Fedro. La liberación final consiste en que nuestra alma pueda permanecer en su elemento natural, el éter, y así 'nos convertimos' en un dios; devenimos una divinidad, lo celeste que hay en nosotros deja de ser prisionero de un cuerpo y permanece puro en su estado natural, en el cielo (el cielo físico), sin afecciones corporales. Lo etéreo deja de estar retenido y condicionado por lo líquido y lo sólido de nuestro cuerpo.
Las almas liberadas, deificadas, literalmente 'van al cielo', otra idea heredada por el cristianismo. Como señala Guthrie, la palabra empleada entonces no era habitualmente 'cielo', sino 'éter'. El 'éter', para ser exactos, era la sustancia que llenaba las regiones externas del cielo, más allá de la atmósfera que rodea la Tierra y que se extiende hasta la Luna. En esta región habitaba la divinidad o inteligencia pura del cosmos, y el éter mismo era considerado divino, como hemos visto.
En Eurípides, a veces el éter aparece como la residencia de Zeus y a veces como el propio Zeus. Se consideraba naturalmente que el alma estaba hecha de una 'chispa' de éter encarcelada en el cuerpo, la cual, cuando fuera liberada, volaría y volvería a reunirse con el resto de su sustancia. Así Eurípides habla de la inteligencia del fallecido como 'algo inmortal, que se sumerge en el inmortal éter'. También se dice, más específicamente, que el alma vuela hacia las estrellas, o se convierte en estrella, pues el éter es la sustancia de que están hechas las estrellas (Aristóteles. De caelo, libro 1).

Los siguientes versos de la Eneida (VI, 743-51) de Virgilio ilustran lo que estamos diciendo:

Sufrimos cada uno sus manes ('sombra de los muertos'), luego por el amplio
Elíseo nos mandan, y pocos estos campos alegres tenemos,
hasta que un largo día, cumplido el ciclo del tiempo,
ha extirpado la mácula inveterada, y ya puros
el etéreo sentido dejó y del simple aire el fuego.
A todas estas, después de que mil años han rodado la rueda,
llama un dios en gran muchedumbre al río Léteo,
de modo que sin recuerdos revisitan la suprema bóveda
y de nuevo empiezan a querer volver a otros cuerpos.

Las almas finalmente liberadas van al éter de las estrellas, y dejan el aire de las regiones inferiores del Elíseo, que es habitado por las almas que aún tienen que sufrir renacimiento, según Virgilio. A las regiones del Elíseo las designa como 'aéreos campos'. 'Aer' es la atmósfera menos pura, inferior, que llena el espacio inmediato sobre la Tierra, diferenciado del 'éter' superior de las estrellas. Las almas destinadas a renacer ocupan el nivel del aire que habitamos todos los seres vivos. De modo que cuando nacemos y a lo largo de toda nuestra vida, a cada respiración absorbemos con el aire parte del alma universal y la hacemos nuestra.



Conde, F. Página sobre filosofíawww.paginasobrefilosofia.com/html/.
González, C. Historia de la filosofía. 2 ª ed., Madrid, 1886. Edición digital Proyecto Filosofía en español, www.filosofia.org, 2002.
Guthrie W.K.C. Orfeo y la religión griega, Siruela, Madrid, 2003.
Porfirio, Vida de Pitágoras. Argonáuticas ÓrficasHimnos órficos, Gredos, Madrid, 1987.
Rohde E. PsiqueLa idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, Fondo de Cultura Económica, México, 1948.


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